Cuando jugaba la Selección, mi abuela ponía una virgen de Luján arriba del televisor. En el primer tiempo, la ubicaba de un lado. En el segundo, la corría para el otro. Ella decía que la Virgen cuidaba el arco argentino. Yo me reía, cosas de viejos, pensaba. Hasta llegué a decirle: “¿por qué no la pones en ataque, así hacemos más goles?”Si la memoria no me falla, en aquel partido del Mundial 2006, Holanda no nos pudo hacer ningún gol. Hace cuanto que fue eso, era el primer Mundial de Leo. Después le perdí el rastro a esa cábala porque mi abuela enfermó y mi tía se la llevó a vivir a Australia. Desde allí siguió todo el Mundial de Qatar. Escucha la radio por internet porque a sus 80 años, sus oídos ven por sus ojos. Pero hablemos de la atajada del Dibu, para eso están acá. Cuando la pelota pasó a Otamendi y le cayó a Kolo Muani, junté las manos. Dibu empezó a acercarse al peligro. Uno, dos, tres… Al final son once. Once pasos hizo para achicar. Muani tiene tres o cuatro opciones, como mínimo. Se la pasa al sicario Mbappe, o resuelve él. Al final, elige lanzar esa granada él mismo. La puede picar. Puede intentar una gambeta. Incluso puede cruzarla. Sin embargo elige lo que quiere Dibu, el remate al primer palo. Entonces Dibu se hace un elástico, y se abre con todo su cuerpo, como esos hombrecitos que dibujan los nenes en el jardín. La pelota pega en taco, tobillo, pantorrilla y tal vez roza la canillera izquierda. Y vuelve al cielo, un compañero, Cuti Romero, completa la salvada. Y despeja de cabeza. En esa pierna, el Dibu Martínez lleva escondida debajo de la media, la armadura más sagrada que un hombre puede tener: la imagen de su familia y de la virgen de Luján. Te extraño mucho, abuela. El tiempo te dio la razón.
📝 Adrián Michelena
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