Para comprender el 9 de Julio de 1816, en donde se firma la
Declaración de la Independencia y en donde se cristalizan los hechos del 25 de
Mayo de 1810, debemos remontarnos al mismo 25 de Mayo. Así, del mismo, dice así
Cornelio Saavedra, presidente de la Junta nacida en 1810, en
su Memoria autógrafa: “A la ambición de Napoleón y
a la de los ingleses de querer ser señores de esta América, se
debe atribuir, la Revolución de Mayo de 1810″[1]. Esto, por un lado,
sostiene nuestra hipótesis, basada en el Padre Castañeda, de que la actitud de los
patriotas de Mayo de 1810 fue noble, varonil, respetuosa y amante de España,
pues en ningún momento se produjo una “revolución” en el sentido de
sublevación, de deseos codiciosos, de deseos impúdicos de tomar el poder por el
poder, de romper lazos con España. Fueron los infames planes imperialistas de
las potencias marítimas de la época, Francia e Inglaterra, las que pretendían
quedarse con nuestro territorio, con el territorio de lo que entonces era el
Virreynato del Río de la Plata, lo que condujo a los acontecimientos del 25 de
Mayo de 1810, esto es, la asunción, plena y soberana, por parte de los integrantes
del Virreynato, de la plena autonomía de gobierno y esto noblemente, como dice
Castañeda, porque al mismo tiempo que constituyó un movimiento de adhesión
noble al rey Fernando VII, se convirtió en el “padrón de nuestra total
independencia” y de nuestra plena soberanía y autonomía. Hay que agregar que la
separación con España, no fue buscada por los españoles de América, sino que
fue impulsada por los infames deseos imperialistas de Inglaterra y Francia y
que si nos separamos políticamente de España, por lo que sucedió después, nunca
jamás renegamos de España, ni de su condición de Madre Patria, ni de su
cultura, ni de su idioma y, mucho menos, de su religión, la religión católica.
Ahora bien, el Acta de la Declaración de la Independencia
fue firmada a los pies del “Cristo de los Congresales”, lo cual quiere decir que
nuestra Independencia fue sellada con la Sangre de Cristo, además de que la
mayoría de los congresales eran frailes y sacerdotes. Otro elemento a tener en
cuenta es que nuestra Bandera Nacional, que nos identifica como lo que firmamos
en 1816, esto es, como argentinos, es el Manto celeste y blanco de la
Inmaculada Concepción, tal como lo declaró el Sargento Belgrano, hermano del
General Belgrano: “Mi hermano tomó los colores de la Inmaculada Concepción, de
la que era devoto, para dotar de estos colores a la Bandera Nacional”. Esto significa
que Belgrano creó la Bandera como un acto de devoción mariana y como tal, es
una gracia, la cual no surge de nuestro ser, sino que es un don de lo alto, con
lo cual podemos decir, con total certeza, que la Bandera Nacional -así como el
25 de Mayo, que dice Castañeda que fue “obra de Dios”- fue un designio de la
Divina Providencia. En otras palabras, fue Dios quien dispuso que nos
independizáramos, por un lado, para que nuestra Patria no fuese entregada al
invasor franco-inglés y, por otro lado, fue también Dios quien dispuso, en su
eterna Sabiduría, que nuestra Bandera Nacional fuera el Manto celeste y blanco
de la Inmaculada Concepción.
Estas consideraciones fundamentan el hecho de que debemos rechazar, con todas nuestras fuerzas, cualquier bandera que no sea la nacional, empezando por el infame trapo rojo comunista, como así también las apátridas banderas multicolores, que atentan contra la moral -bandera LGBT-, contra la identidad nacional -bandera "indigenista" elaborada en el infame Londres- y la bandera pseudo-mapuche, que atenta contra la integridad territorial de nuestro territorio patrio. La única Bandera Nacional que nos une a los argentinos como Nación es el Manto celeste y blanco de la Inmaculada Concepción.
Por todo esto, parafraseando a Castañeda, podemos afirmar que
el 9 de Julio es un día sagrado, un día sublime, un día patrio, en el que
debemos agradecer, postrados ante los altares, tanta misericordia demostrado
por la Santísima Trinidad para con los argentinos.
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