“Dichosa la Nación cuyo Dios es el Señor”, dice el Salmo 33, y
el motivo por el cual esta nación es dichosa, radica en que Dios es
infinitamente bueno y poderoso, y esta condición divina asegura al pueblo que
lo tiene a Él como su Señor, su protección y bendición constantes. En el
Antiguo Testamento, esa Nación fue la Nación hebrea, puesto que, por designio
divino, fue el único pueblo de la Antigüedad que no solo recibió el don del
monoteísmo -frente a la totalidad de los otros pueblos y naciones, que eran
paganos e idólatras-, sino que además tuvo a ese Dios Uno –Yahveh- como su
Protector y Guía.
Esto
se vio en los innumerables prodigios, maravillas y milagros que obró Yahveh a
favor de Israel, todo lo cual formaba –y forma- parte esencial de la historia
de ese pueblo, al punto que no se entiende a Israel sino es en relación a
Yahveh.
Análogamente,
y parafraseando a la frase de la Biblia, los argentinos podemos decir: “Dichosa
la Nación cuya enseña nacional es el Manto celeste y blanco de la Madre de Dios”,
porque este hecho –que la Bandera de la Nación Argentina lleve los colores
celeste y blanco del Manto de la Inmaculada Concepción-, no es un hecho
fortuito, al azar, ya que el General Manuel Belgrano, al crear la insignia
nacional, tuvo la intención explícita y manifiesta de honrar a la
Bienaventurada Madre de Dios en su advocación de Nuestra Señora de Luján, la
cual es, en su advocación original, la Inmaculada Concepción.
Contrariamente
a lo que enseña la historiografía liberal y agnóstica, el General Belgrano no
se inspiró en los colores del cielo cosmológico, sino en el Manto celeste y
blanco de la imagen de la Inmaculada Concepción conocida como Nuestra Señora de
Luján. Este acto de Belgrano no se debió a su alma magnánima –que si lo era-,
sino que fue un verdadero acto de devoción mariana, porque su intento era
honrar a la Virgen, tal como lo declaró su hermano, el sargento mayor Carlos Belgrano:
“Mi hermano tomó los colores de la bandera del Manto de la Inmaculada de Luján,
de quien era ferviente devoto”.
En
otras palabras, el hecho de que, como argentinos, nuestra Bandera Nacional
lleve los colores del Manto de la Virgen, indica que fue el mismo Dios Uno y
Trino quien quiso que tuviéramos por insignia nacional el manto de la Virgen de
Luján.
Este
hecho no es intrascendente; por el contrario, pone de manifiesto un claro
designio divino de predilección para con la Nación Argentina, designio que
puede ser entrevisto en la contemplación de la misma bandera: si para una
nación determinada la insignia nacional evoca su destino de grandeza, mucho más
lo es en nuestro caso, porque por el hecho de ser el Manto de la Virgen, nuestra
enseña evoca el destino de eternidad en los cielos al cual estamos llamados. Por
este motivo, al contemplar la Bandera Nacional, no podemos pasar por alto ni su
origen ni el destino de eternidad al que nos llama, so pena de contrariar los
planes de Dios Trino para con nuestra Patria.
Por
lo tanto, al izar la Bandera Nacional y al verla flamear en los cielos,
elevemos nuestros pensamientos y nuestros corazones a la Virgen de Luján, cuyo
manto sagrado representa nuestra bandera y pidamos, como argentinos y
católicos, la gracia de ser fieles, hasta la muerte de cruz, a nuestra insignia
nacional, el manto de la Virgen de Luján, mato que nos señala nuestro destino
final, el Reino de los cielos, en donde reina para siempre Nuestro Señor
Jesucristo.
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