Es una verdad por todos conocida que la imagen de la Virgen
de Luján está estrechamente relacionada a la Nación Argentina. Todos sabemos
cómo fue el milagro por el cual la imagen sagrada se quedó en su lugar actual:
la carreta que la transportaba se quedó inmovilizada, sin que hubiera poder
humano que hiciera mover a los bueyes que la tiraban, hasta que descargaron el
baúl en el que se encontraba la imagen de la Virgen; ésa fue la señal,
interpretada por todos como venida directamente del cielo, de que la imagen de
la Virgen quería quedarse en ese lugar.
De esta manera, con el milagro de la carreta, la Madre de
Dios demostraba su voluntad de quedarse en las tierras que luego se llamarían “República
Argentina” y que llevaría como signo distintivo nacional los colores celeste y
blanco de su manto.
Conociendo la historia de la presencia de la Virgen en
nuestra Patria, cometeríamos un grave error si redujéramos los hechos a la
categoría de “evento histórico-cultural”, como si la intención de la Virgen fuera
el agregar a nuestra Nación una curiosidad ubicada en los cimientos mismos de
la nacionalidad. Si redujéramos el episodio de la carreta de bueyes a su mera
realización histórica, y la enmarcáramos en el estrecho límite de la cultura
nacional, entonces todo se reduciría una anécdota “fundacional”, puesto que el
hecho se produce antes de la fundación de Argentina como Nación, pero nada más.
La presencia de la Virgen de Luján sería algo que pasó en la historia –hecho verídico,
comprobado por testigos veraces y verídicos- y quedaría integrado en el “alma
argentina” como elemento fundacional del ser cultural argentino, pero nada más.
No habría ningún otro tipo de trascendencia, porque todo quedaría reducido al
plano histórico-cultural.
Sin
embargo, no podemos cometer este error, puesto que las intenciones de la
Virgen, al elegir nuestra Nación para quedarse entre nosotros, trasciende todo
lo que nuestra limitada naturaleza humana pueda siquiera imaginar.
Por
lo pronto, el hecho de que Argentina posea, como emblema nacional, una bandera que
lleva los colores de su manto, que son los colores de la Inmaculada Concepción,
es un indicativo de que la Virgen en persona, por indicación de la Santísima
Trinidad, ha querido que la Nación Argentina se identifique con los colores de
su manto, porque el acto de Manuel Belgrano, de inspirarse en el manto de la
Virgen de Luján, “de quien era devoto”, como declaró su hermano, el Sargento
Manuel Cabral, para dotar con sus colores a la enseña nacional, como gesto de
devoción a la Virgen, es un acto de profunda devoción mariana, y como toda
devoción mariana, no surge de sí mismo, sino que es un deseo puesto en su
corazón de patriota por la misma Virgen en Persona. En otras palabras, la
Argentina lleva los colores celeste y blanco en su Bandera Nacional por deseo
expreso de la Virgen María, que es quien inspira este deseo a Manuel Belgrano,
y como el prócer era ferviente devoto de la Virgen, accede a este pedido suyo. Este
hecho indica también, al igual que el episodio de la carreta, el deseo de la
Virgen María no solo de quedarse entre los argentinos, sino que los argentinos
se identifiquen, en cuanto tales, con su manto celeste y blanco, y eso es lo que
ocurre desde la creación de la Bandera Nacional, desde el momento en que sus
colores no son elegidos al azar, sino que son una copia y extensión del manto
de la Inmaculada Concepción, la Virgen de Luján.
Por
otra parte, en las recientes apariciones en San Nicolás –apariciones aprobadas
oficialmente por la Iglesia-, la Virgen en sus mensajes confirma este destino
de predilección de Argentina. Entre otros muchos mensajes dirigidos a la Nación
Argentina, dice: “(…) Esta tierra es tierra santa, la
Gracia del Señor se palpa y se recibe a cada instante; tierra bendita, donde la Madre
quiere morar para poder aguardar allí, la llegada de sus hijos. Amén.
Amén”[1]. “Hija
mía: Desde
tu patria, el Señor está haciendo nacer en el cristiano, un nuevo
cristiano. Desde tu patria, estoy posando mis manos sobre todos mis hijos.
Sí, hija, desde aquí todos los pueblos me conocerán y sabrán que renovar el
corazón, es desear que el Señor viva en el corazón. Aleluia”[2]. “Desde
hora temprana vengo hablando a mis hijos. He hablado en Fátima, he hablado en
Lourdes y hoy estoy aquí. ¿Qué esperan mis hijos? Deben comenzar ya, a no
dudar de la Madre y a aferrarse a la Madre. Que haya en los corazones, deseos
de purificación y una creciente y constante entrega al Señor. Gloria al Eterno”[3]. “(…)
En
este pueblo, se ha posado María; desde este pueblo, rescatará almas
María para el Salvador de las almas. Gloria a Dios”[4]. “No
todo está destruido, el Señor ha fijado una meta, ha puesto sus ojos en un
determinado lugar; esta tierra es la elegida por Él, aquí nacerán nuevos
sarmientos para Su Viña. Aquí el Señor ha sembrado Amor, aquí
quiere recoger amor. No se retirará Él de sus hijos. Bendito sea por siempre el
Señor”[5]. “(…)
Veo una nube celeste que cubre todo el Campito. En la Santa Misa del Campito,
siento Su voz que me dice: “Es mi Manto que protege a tu pueblo”[6]. “(…)
Agrega: “Mi día está cercano, ese día en que Yo habitaré entre vosotros y
ocuparé mi lugar. SOY PATRONA DE VOSOTROS, DE TU PUEBLO”[7]. De
lo que se desprende de los mensajes, entre otras cosas, es que la Virgen
confirma, con sus apariciones en San Nicolás, la intención del milagro de
Luján: quedarse en nuestra Patria Argentina para bendecirla con su presencia.
Por
todo esto, podemos decir que el hecho de que nuestra Patria Argentina lleve en su Bandera
Nacional los colores celeste y blanco del manto de la Inmaculada Concepción, la
Virgen de Luján; que se haya querido quedar aquí y bendecirnos con su Presencia
maternal, y que haya elegido a la Argentina para rescatar almas para Dios, no
es ni puede ser nunca una mera anécdota histórico-cultural: la Virgen ha
elegido a la Nación Argentina para darle el triunfo sobre sus enemigos, “las
potestades de los cielos” (cfr. Ef 6,
12), y así conducirla, victoriosa, al Reino de su Hijo Jesús. La conmemoración
de la Virgen de Luján debe llevar entonces a los argentinos a reavivar
espiritualmente el destino de eternidad en el Reino de los cielos hacia el cual
nos conduce la Madre de Dios, la Virgen
de Luján.
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