Según la crónica que narra el modo en el que la Virgen de
Luján se quedó en nuestra Patria, no caben dudas de que fue un milagro y, si
fue un milagro, fue una intervención deseada por el cielo. En otras palabras,
el hecho de que la Inmaculada Concepción, Nuestra Señora de Luján, sea Dueña y
Patrona de la Nación Argentina, no se deriva de una piadosa iniciativa de un
grupo de vecinos, ni tampoco se trata de una trama urdida por sacerdotes
demasiado celosos que pretendían implantar una devoción mariana a toda una
Nación: el hecho de que la Inmaculada Concepción, por medio de un milagro, se
quedara en nuestro suelo argentino, se debe a un explícito designio divino, por
el cual la Madre de Dios, bajo la advocación de “Nuestra Señora de Luján”,
habría de ser la Dueña y Patrona de la Nación Argentina y la Madre de todos los
argentinos.
Como una ratificación de este designio divino, la Bandera
Nacional Argentina lleva, con orgullo, los colores del Manto de la Inmaculada de
Luján, pues está documentado históricamente que el General Belgrano, gran
devoto de la Virgen, tomó los colores de la Bandera de la Patria del Manto de
la Virgen de Luján, como un modo de honrar a la Inmaculada Concepción.
Las raíces de nuestro Ser Nacional son, por lo tanto, pura y
exclusivamente marianas y cristológicas –porque donde está la Madre, está el
Hijo- y esto quiere decir que los argentinos debemos responder al designio
divino que ha querido que nuestro Ser nacional sea mariano y cristológico.
Cuanto más amor a la Virgen y a Jesús profesemos, tanto más
los argentinos realizaremos el designio divino para nuestra Patria.
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