La Madre de Dios, la Virgen Santísima, quiso quedarse en
nuestras tierras argentinas y lo hizo mediante el conocido milagro de la
carreta tirada por los bueyes la cual, llegada a un cierto punto, no avanzó
más, hasta que el bulto que transportaba la imagen de la Inmaculada Concepción
fue retirada de la carreta y depositada en el suelo. Con este milagro, ocurrido
en el mes de Mayo del año 1630, la Virgen daba a entender que quería quedarse
en lo que luego sería el Santuario Nacional y Basílica de Luján, para presidir
nuestra Nación Argentina como su Dueña, Patrona y Señora. Nuestra Patria nació literalmente
a la sombra de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo y fue regada con su Sangre,
porque el 1º de abril de 1520 se celebró la primera Santa Misa en el puerto de
San Julián, en lo que luego sería la provincia de Santa Cruz. Ya Nuestro Señor
Jesucristo, años antes del milagro de la Virgen de Luján, había regado con su
Sangre nuestra Patria; por lo tanto, la Virgen, lo único que venía a hacer, con
su milagro de la carreta, era venir a reclamar un territorio, el territorio de
la Argentina, que pertenecía a su Hijo Jesucristo, Rey de las naciones. Y puesto
que todo lo que pertenece a Jesucristo, le pertenece a la Virgen, la Virgen
venía a reclamar lo que le pertenecía a Ella, Reina de las naciones.
La Nación Argentina le pertenece a la Virgen de Luján desde
antes de su nacimiento, y esto se comprueba
en su historia, como acabamos de ver, y se ve reflejado en su manto, pues su
manto es de color celeste y blanco, como los colores de la Bandera Argentina, y
esto no es casualidad, puesto que el creador de la Bandera Argentina, el
General Don Manuel Belgrano, quiso explícitamente que la Enseña Nacional Argentina
llevara los colores de la Inmaculada de Luján, como modo de honrar a su
Purísima Concepción. Así lo testifica, bajo juramento, su hermano, el cabo Belgrano. Es
decir, el acto de creación de la Bandera Nacional fue un acto de devoción
mariana y, como tal, fue una gracia de Dios, un acto querido por el cielo
mismo; en otras palabras, los argentinos llevamos en nuestra Bandera Nacional
los colores de la Inmaculada de Luján por voluntad explícita del cielo.
Pero aquí debemos detenernos: Nuestro Señor Jesucristo, Rey
de las Naciones, bañó con su Preciosísima Sangre nuestra tierra, bendiciéndola
y santificándola y sellándola con su Sangre; la Virgen Santísima eligió nuestra
Patria Argentina para constituirse en su Dueña, Patrona y Señora, y nos
concedió el privilegio inmerecido de que nuestra Bandera Nacional sea su mismo
Manto celestial, además de concedernos numerosísimos milagros; ¿puede decirse
que los argentinos, a la luz de los últimos acontecimientos, hemos
correspondido a estos inmerecidos privilegios celestiales? La violencia, el
materialismo, las leyes contra natura, el avance de la droga en amplias capas
de la población, la mentira como forma de comunicación, el engaño, la
aceptación de la violación de los Mandamientos de Dios a diario, ¿no nos hacen
indignos, a los argentinos, de tantos beneficios concedidos por el cielo? ¿No
corremos el riesgo de que Jesucristo, Nuestro Señor, y de que la Virgen, Nuestra
Reina del cielo, se arrepientan de haber elegido a nuestra Patria y de haberla
colmado de tantos beneficios y privilegios?
No permitamos que Jesús derrame en vano su Preciosísima Sangre por nosotros y le roguemos a la Virgen de Luján que nos alcance de su Hijo Jesús la gracia de la contrición del corazón y así, arrodillados los argentinos ante el
crucifijo, besando los pies de Nuestro Señor, cubiertos con el Manto
de la Virgen de Luján, con el corazón contrito y humillado, pidamos perdón por
nuestros pecados como argentinos y hagamos el propósito de construir una Patria
Santa, una Patria Católica, una Patria en la que, santificada por la Sangre del
Cordero, y protegida por el maternal Manto celeste y blanco de la Virgen de Luján, florezcan generaciones
de héroes y santos argentinos para el cielo, para la eternidad, que alaben y
adoren al Cordero que reina en los cielos por los siglos sin fin.
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