El General Belgrano entrega el bastón de mando a Nuestra Señora de la Merced,
luego de la Batalla de Tucumán
(24 de septiembre de 1812)
El 24 de septiembre de 1812, el General Belgrano obtuvo una
contundente victoria en el denominado “Campo de las Carreras”, al derrotar en
la “Batalla de Tucumán” al ejército realista. Una vez finalizado el combate, reconociendo el General que la victoria no se debía ni a su genio militar –que sí
lo tenía- ni a la valentía de sus soldados –que sí lo eran-, sino a la
intervención directa y personal de la Madre de Dios, a quien él le había pedido
protección y ayuda, le concedió, como reconocimiento público de esta
intervención, le otorgó su bastón de mando, nombrándola al mismo tiempo, como “Generala
del Ejército Argentino”. Desde ese momento, la Virgen posee ese cargo en el
Ejército, y por eso mismo es transportada en una cureña militar los días 24 de
septiembre, además de ser escoltada por efectivos uniformados.
Puesto que los hijos de la Patria están siempre llamados a
imitar a sus próceres, también nosotros, los argentinos del siglo XXI, estamos
llamados a imitar el gesto mariano del General Belgrano que, lejos de ser un
mero impulso humano o un gesto meramente afectivo, se trató de un verdadero
acto de devoción mariana, al igual que la creación de la Bandera Nacional, puesto
que la creó tomando los colores del manto de la Inmaculada Concepción, como
forma de honrarla, y si fue un acto de devoción mariana, entonces fue una
gracia, y si fue una gracia, entonces fue una inspiración divina. En otras
palabras, fue la misma siempre Virgen María en Persona, la Madre de Dios, la
que llevó al General Manuel Belgrano confiarle a Ella el resultado de la
batalla, así como fue Ella quien le sugirió, por órdenes del cielo, que nuestra
enseña nacional tuviera los colores del manto de la Inmaculada Concepción. El General
Belgrano fue dócil a la voz celestial de la Madre de Dios, Nuestra Señora de la
Merced, y le confió el resultado de la batalla y el triunfo contra el circunstancial
enemigo, entregándole el bastón de mando del Ejército del Norte, como signo público
y visible del reconocimiento de su intervención maternal en favor de las
fuerzas patriotas. Además, es sabido que durante la Batalla del Campo de las
Carreras, ocurrió el llamado “milagro de las langostas”, una aparición
repentina e inexplicable de langostas que, además de contribuir al triunfo de
las armas patriotas, ayudó a que el número de bajas de ambos lados fuera
sensiblemente menor. Un protagonista y testigo presencial del hecho, así lo
relata: “(…) Diga que los vientos estaban ese día de nuestra parte. Y esto que
le refiero no es sólo una figura, señor. Es la pura realidad. Vea usted: en
medio de la reyerta se arma un ventarrón violento que sacude los árboles y
levanta una nube de polvo. Y no me lo va a creer pero antes de que llegara el
viento denso vino una manga de langostas. De pronto se oscureció el cielo,
señor. Miles y miles de langostas les pegaban de frente a los españoles y a los
altoperuanos que les hacían la corte. Los paisanos más o menos sabían de qué se
trataba, pero los extranjeros no entendían muy bien qué estaba ocurriendo.
Dios, que es criollo, los ametrallaba a langostazos. Parecía una granizada de
disparos en medio de una polvareda enceguecedora. Le juro que no le miento. Un
apocalipsis de insectos, viento y agua misteriosa, porque también empezó a
llover. Nuestros enemigos creían que éramos muchos más que ellos y que teníamos
el apoyo de Belcebú. Muchos corrían de espanto hacia los bosques”.
El mismo testigo presencial, narra así el histórico momento
en el que el General Belgrano hace entrega del bastón de mando a la Virgen de
la Merced, que a partir de entonces, pasa a llamarse también: “Virgen Generala”:
“Regresamos a Tucumán con sesenta prisioneros más y muchos compañeros nuestros
rescatados de las garras de los altoperuanos. Éramos, en ese momento, la
gloriosa división de la vanguardia, y al ingresar a la ciudad, polvorientos y
cansados, vimos que el pueblo tucumano marchaba en procesión y nos sumamos
silenciosamente a ella. Allí iba el mismísimo general Belgrano, que era hombre
devoto, junto a Nuestra Señora de las Mercedes y camino al Campo de las
Carreras, donde los gauchos, los infantes, los dragones, los pardos y los
morenos, los artilleros y las langostas habíamos batido al Ejército Grande. Créame,
señor, que yo estaba allí también cuando el general hizo detener a quienes
llevaban a la Virgen en andas. Y cuando, ante el gentío, se desprendió de su
bastón de mando y se lo colocó a Nuestra Señora en sus manos. Un tucumano
comedido comentó, en un murmullo, que la había nombrado Generala del Ejército,
y que Tucumán era “el sepulcro de la tiranía”. La procesión siguió su curso,
pero nosotros estábamos acojonados por ese gesto de humildad. Había
desobedecido al gobierno y se había salido con la suya contra un ejército
profesional que lo doblaba en número y experiencia, pero el general no era
vulnerable a esos detalles, ni al orgullo ni a la gloria. No se creía la
pericia del triunfo. Le anotaba todo el crédito de la hazaña a esa Virgen
protectora, y no tenía ni siquiera la precaución de disimularlo ante el gentío”.
Como decíamos, como hijos de la Patria, estamos llamados a
contemplar y a imitar a nuestros próceres, como el General San Martín y el
General Belgrano, que por gracia de Dios, fueron católicos, y de modo
particular, sobresalieron en su devoción a la Santísima Virgen. Nosotros, no
tenemos un ejército a nuestro cargo y tampoco tenemos un bastón de mando para
dárselo a la Virgen, y tampoco estamos librando una batalla con armas de fuego,
como la librada en el Campo de las Carreras; sin embargo, sí formamos parte de
la Iglesia Militante, la Iglesia de Dios, que lucha contra las fuerzas del
infierno que buscan nuestra perdición y esa lucha durará hasta el fin de
nuestros días; no tenemos un ejército a cargo y por lo tanto no tenemos un
bastón de mando para dárselo a la Virgen, pero sí tenemos un alma para salvar y
por eso le damos a la Virgen de la Merced, tal como lo hiciera el General
Belgrano en el Campo de las Carreras, el bastón de mando de nuestras almas,
para que sea Ella, la Victoriosa Virgen Generala, quien nos conduzca, de su
mano, triunfantes, sobre nuestros enemigos de la oscuridad, al Reino de su Hijo
Jesús, la Jerusalén celestial.
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